lunes, 25 de abril de 2011

Taller 3




La poesía argentina debe el retorno de los grandes relatos políticos a algunos poetas llamados por convención “sesentistas”. Su mayor eficacia tal vez no se deba a los textos compuestos bajo la razón ardiente de sus consignas poéticas –que Santoro cifró con ironía humorística unida a la denuncia inmediata- sino a aquellos poemas reelaborados posteriormente sobre las utopías derrotadas, los destierros forzados, la melancólica evocación de hechos consumados en el indemne trabajo del vacío. Se trata de poetas que asumieron  la política como una razón vital, un ideal de transformación con proyección latinoamericana a partir de utopías revolucionarias que en los años sesenta hallaron en Cuba su modelo, cuando muchos de sus miembros comenzaron a asumir un compromiso militante e incluso algunos de ellos formaron parte de organizaciones armadas a comienzos de los setenta. Al margen de su errónea valoración de la “democracia formal” oponiéndola al socialismo o de la inclinación presuntamente revolucionaria de un líder como Perón, esa elección no les proporcionó beneficio alguno: fueron detenidos-desaparecidos o muertos en enfrentamientos, o sufrieron duramente el exilio durante la sangrienta dictadura iniciada en 1976. La poesía dio cuenta de esa tragedia. Desde los sesenta esos poetas se habían ejercitado en el registro desprejuiciado del mundo cercano, mediante el coloquialismo y la acumulación de toda clase de referencias, como lo hizo con maestría Urondo en su poema “No tengo lágrimas”. Un poeta como Miguel Ángel Bustos transfiguró ese mundo en cosmogonía con un libro inesperado: El Himalaya o la moral de los pájaros, de 1970. Texto único y hermético acerca de una peregrinación iniciática hacia el Himalaya, espacio cuya pureza absoluta supone un cielo negativo donde el verbo ha cesado como discurso para ser un “Relámpago sin instantes”, como la noche Idumea de Mallarmé o el ascenso y descenso del alma por la Belleza, de Marechal, a quien le está dedicado y que llamó a Bustos un “místico salvaje”. Así la poesía de los sesenta no mutó en un anacrónico documento de la época, sino en una reserva de sentido que intenta suturar el desgarramiento trágico de la derrota, sublima la circunstancia en recuerdo histórico o examina una experiencia traumática sin el recurso del cinismo, como en ciertos poemas de Salas, de Bignozzi, de Szpunberg, de Romano. Roberto Raschela, sin provenir de esa estética, ensaya en “La razón” una crítica oblicua de los supuestos de ese tiempo, pero abierta a una experiencia que la contiene como memoria y la supera como falsa fe.
            
         La poesía de Juan Gelman fue política en un profundo compromiso con la lengua, que extremó hasta un grado casi absoluto de expresividad lírica; forzó la gramática y potenció el sentido; el exilio se tornó categoría existencial y tocó la mística judía; la tragedia personal, incluyendo un hijo desaparecido, fue reelaborada mediante una compleja reformulación de las categorías del tú y del yo en los profundos vacíos que enumera el dolor. Para hablar de sus inicios – y sin aludir a la posterior influencia de César Vallejo- no fue casual que el prólogo de su primer libro lo escribiese Raúl González Tuñón. En el largo aliento de su expansiva poesía, Tuñon registró como nadie el vaivén de la historia y la política con una especie de relato intensificado por la experiencia de un yo a la vez funambulesco y militante, pero atravesado por la nostalgia, el mundo que se halla fuera del intercambio de las mercancías, los objetos arrebatados al capital, como prismas gastados en los canales del sueño. Comprometido con la poesía social, cronista de la guerra civil española, militante comunista, también escribió el poema de amor acaso mas  intenso: “Lluvia”, y en esto también Gelman recibió su herencia transformadora.
             
        La poesía argentina debió lidiar durante la dictadura de 1976-1983 con la lengua culpable de la punición, el discurso que sostenía aquello que no se podía ver y de lo cual no se podía hablar: la desaparición forzosa de personas. Los poetas de esos años oscuros debieron escribir de un modo oblicuo  y a la vez crítico con esa lengua comunitaria que la dictadura había pervertido hasta la pudrición. Mirada y lenguaje habían perdido su esencial capacidad designadora. No había mirada posible, no había relato alguno sin memoria, no había enunciado ni gramática que pudiesen dar cuenta de lo que ocurría. “ ¿Y para qué ojos / cuando es necesario inventar / aquello que deberíamos mirar? “Así es difícil hablar de la Historia sin narrar algún hecho”, escribió Mario Morales. Se había destruido el lazo social básico de la intersubjetividad: el mirarse “cara a cara”. Muchos compatriotas, “tabicados” en los centros clandestinos de detención, habían dejado de mirar a sus semejantes para siempre. En “Cadáveres” de Néstor Perlongher, acaso el gran poema de la época, que conjuraba con las derivas del deseo la perversión de esa lengua y situaba el conflicto en una encrucijada corporal, se leía: “Era ver contra toda evidencia/ era callar contra todo silencio/ era manifestarse contra todo acto/ contra toda lambida era chupar/ Hay cadáveres”. Y en “Muda desaparición”, Víctor Redondo escribió: “Hoy estamos de luto por cien muertos sin cadáver”.  Y Lukin: “los muertos que no están en su lugar/ /tanto silencio descompone”. Bellesi, para expresar el modo amordazado de esa época luctuosa, escribe la metáfora de un mundo que canta su canción. Los últimos versos de esta antología, escritos por Laura Klein, testimonian ese agujero negro: “la punta del golpe de bala no está vacía/ treinta mil la vieron en sus gargantas hincada/ treinta mil la vida dejando a tajos galoparon/ / contra la boca del mundo a mano alzada se clavan”.
            “El gran síntoma de la descomposición de un discurso, como lectura de la realidad, se produce cuando su mentira se vuelve legible”, dice un editorial de 1982 en la revista XUL, que dirigía Jorge Santiago Perednik, poco después de la guerra de Malvinas. La poesía también dio cuenta de ese hecho. En “Juan López y Juan Ward” Borges quiere resolver desde el estupor la discordia de los dos linajes que lo atravesaban. Fue ocasión de una crítica política y sarcástica del lenguaje para Susana Thenón: el “Poema con traducción simultánea español-español” habla de los mecanismos coercitivos, los servilismos y duplicidades de un discurso imperial respecto de un discurso subalterno. Con la distancia de 2010, Mario Sampaolesi, refiere una épica minusválida sobre los lugares comunes, los equívocos, las defecciones trágicas pero también el barro y la sangre en Malvinas.

CADAVERES   (Néstor Perlongher)

Bajo las matas
En los pajonales
Sobre los puentes
En los canales
Hay Cadáveres

En la trilla de un tren que nunca se detiene
En la estela de un barco que naufraga
En una olilla, que se desvanece
En los muelles los apeaderos los trampolines los malecones
Hay Cadáveres

En lo preciso de esta ausencia
En lo que raya esa palabra
En su divina presencia
Comandante, en su raya
Hay Cadáveres

En las mangas acaloradas de la mujer del pasaporte que se arroja
            por la ventana del barquillo con un bebito a cuestas
En el barquillero que se obliga a hacer garrapiñada
En el garrapiñero que se empana
En la pana, en la paja, ahí
Hay Cadaveres



                                              Sergio Rodriguez S.

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