viernes, 6 de mayo de 2011

Taller 4 (en la búsqueda del yo)



            Ver las diversas manifestaciones del sujeto imaginario es otro modo de recorrer la antología: ¿quién habla en el poema? El yo lírico, intimista, es una invención romántica que llegó a estas orillas en un barco –como llegan los extranjeros, las pestes y las mercancías- con Echeverría, al regresar de Europa en julio de 1830. Desde su libro Los consuelos hasta las Poesías de Almafuerte, sería posible seguir a un yo que atraviesa diversos contextos de afianzamiento y de tensión, y que coincide con la encrucijada en la que jugaban lo privado y lo público en la sociedad criolla. Revelaba un conflicto permanente en un medio donde las figuras del hermético individualismo melancólico  se contradecían con la abierta sociabilidad pública afianzada en los conflictos sociopolíticos de la nueva nación. En Echeverría el surgimiento del yo lírico, que es un sujeto poético nuevo, guarda vínculos con la “fragilidad de la existencia”, un ademán de nostalgia y desfallecimiento vital al que la vida pública confinaba y negaba. En Mármol el yo debía desplazarse, transformarse en el “Peregrino”, porque se confirmaba en el ejercicio de la ausencia: la proscripción, el exilio, la errancia. La poesía de Andrade suplantaba el vacío del sujeto individualista por el Héroe, como identidad de lo nacional en una figura colectiva. En Carlos Guido y Spano la figura del yo lírico ya ha triunfado y los conflictos sociales se apaciguan, todavía inevitables, pero soslayados en la “dulzura del hogar”. Anuncia una nueva estética, donde la belleza se haya desprendida de las miserias del tiempo y adquiere la fijeza sublime de lo escultórico. Esa tendencia se acentúa en Rafael Obligado, pero orientada hacia el propio yo, que se estiliza y manifiesta en el espacio del progreso y el mundo social de los ochenta. El gaucho ha sido liquidado en la figura arquetípica de Santos Vega y asimismo el sujeto poético ya puede insinuarse autobiográfico: la intimidad de lo privado al fin tiene lugar y así se suscriben poemas como “La vuelta al hogar” o “El hogar paterno”, donde la biografía familiar se legitima. Cuando Pedro B. Palacios adopta su seudónimo el “Alma” ya es “fuerte” y posee una fuerza estentórea: el sujeto ahora poderoso impreca a la divinidad misma para humanizarla. Se asegura de que el otro del yo no se sienta vencido “ni aun vencido”. Aquel gaucho sanguíneo y errante del siglo XIX se estiliza en ese domador de caballos de platónica belleza de Marechal y finalmente desaparece en el poema de Calvetti que reza “No encuentro a nadie a quien contarle/ que en la rodada de esta tarde he muerto”. Pero años después retorna en las voces que entona Lamborghini.
            
         Con la llegada de Darío a Buenos Aires en otro barco hacia 1893 vuelve a cambiar la efigie de ese yo que transforma la vida misma en una obra de arte. Un yo hipertrofiado, móvil, casi abusivo en su templada aparición. Leopoldo Lugones lo encarna como nadie desde principios del siglo XX hasta la década del treinta: el enamorado de la veste y de la gema, el que se multiplica en las interminables analogías metafóricas de la luna, el que se confunde con el paisaje como un teatro de su propio despliegue, el médium de la raza, el que canta la patria, se sostiene en los antepasados, se mimetiza con el cantor popular. Pero Lugones tuvo sus contrafiguras poéticas en la proyección de sujetos de otra índole. Macedonio Fernández, que negaba el yo y que la vanguardia de los años veinte adoptó como propio; Alfonsina Storni, que emplazaba de un modo profundamente principista y autoconsciente un nuevo sujeto femenino.
            
         La muerte de dos suicidas ejemplares como Alfonsina y Lugones, ocurridas con diferencias de meses en 1938, ilumina ambas figuras y también las proyecciones del sujeto poético. Lugones, al que nombramos por su apellido, fue aficionado a las espadas, desde la hora del Golpe de Estado que ungió en el treinta, hasta sus prácticas de esgrima; escribió al unísono “el libro fiel” de su largo matrimonio. Todo eso y su imagen blasonada se quebraron ante el espejeo de fuego de un erotismo un poco espectral, que abrió su herida en el amor clandestino con la joven Emilia Cadelago, al que fue obligado a renunciar por su hijo policía para evitar el escándalo. Unos años después, adjurando del todo, huyó a escondidas a una isla del Tigre, bebió cianuro en una pieza de hotel y cedió a su propio exceso. Murió solo. Léase al respecto el poema “Lugones”, como irónico comentario de Juan José Hernández. La otra suicida, una familiar intimidad nos hizo llamarla siempre “Alfonsina”. En su época ser maestra y a la vez madre soltera era escandaloso, pero decidió irse a Buenos Aires para trabajar y criar su hijo sin presiones. A medida que crecía como poeta, dinamitaba los lugares petrificados de lo masculino y lo femenino. “¡Oh costurerita! –escribió- tu destino no es muy amplio, ya que el pozo en que te ahogas es una corbata”. La mujer de lánguido suspiro se transforma en un cuerpo deseante, con un decir inexorable y propio. Sus poemas, donde “van pasando mujeres”, son ganados por la modernidad, la vanguardia, la parodia hasta volverse objetos extraños y novedosos. No tenía tradición que conservar ni poder viril que sostener. El dolor insoportable de la enfermedad la quebró. Escribió un poema final de despedida, “Voy a dormir …”, para que todos lo leyeran al pie de la necrología, y una mañana se arrojó al mar abierto desde la escollera del Club Argentino de Mujeres. El cortejo fúnebre estuvo poblado por miles, que la adoraban.






    VOY A DORMIR

Dientes de flores, cofia de rocío,
manos de hierbas, tú, nodriza fina,
tenme prestas las sábanas terrosas
y el edredón de musgos escardados.
Voy a dormir, nodriza mía, acuéstame.
Ponme una lámpara a la cabecera;
una constelación; la que te guste;
todas son buenas; bájala un poquito.
Déjame sola: oyes romper los brotes...
te acuna un pie celeste desde arriba
y un pájaro te traza unos compases
para que olvides... Gracias. Ah, un encargo:
si él llama nuevamente por teléfono
le dices que no insista, que he salido...


LAS GRANDES MUJERES

En las grandes mujeres reposó el universo.
Las consumió el amor, como el fuego al estaño,
a unas; reinas, otras, sangraron su rebaño.
Beatriz y Lady Macbeth tienen genio diverso.
De algunas, en el mármol, queda el seno perverso.
Brillan las grandes madres de los grandes de antaño.
Y es la carne perfecta, dadivosa del daño.
Y son las exaltadas que entretejen el verso.

De los libros las tomo como de un escenario
fastuoso -¿Las envidias, corazón mercenario?
Son gloriosas y grandes, y eres nada, te arguyo.

-Ay, rastreando en sus alas, como en selvas las lobas,
a mirarlas de cerca me bajé a sus alcobas
y oí un bostezo enorme que se parece al tuyo.

                                                                                                                        Actividades
Textos en primera persona
Tema: el desengaño

No hay comentarios:

Publicar un comentario